Finalmente, se le ha acabado el cuento a
ese señor que tantos perjuicios de todo tipo, también económicos,
ha causado a los españoles, principalmente a los de la región del
nordeste de España, como la suele denominar don Juan Bautista Viñals
Cebriá, ese gran valenciano y español que tan bien los conoce.
No hay salida para Puigdemont, porque sus
secuaces ya saben que el riesgo de ir a la cárcel es real. De hecho,
unos cuantos de quienes presuntamente tenían que votar su
candidatura es improbable que lo hagan, puesto que disfrutan de una
libertad que quizá sea pasajera, pues están acusados de delitos que
conllevan muchos años de cárcel si son encontrados culpables. Por
tanto, no van a tener ganas de interrumpir ese periodo de libertad.
El expresidente de la Generalidad es de
un egoísmo exagerado, que supera con creces su cobardía y ahí le
duele, porque trata de desviar la atención de esto último
poniéndole una serie de disfraces absolutamente disparatados, como
todo lo suyo. Y tiene que saber, no porque sea capaz de darse cuenta,
sino porque alguien se lo tiene que haber dicho, que en el momento en
que sea juzgado en rebeldía y en el caso de que sea condenado su
periplo en la Unión Europea habrá llegado a su fin.
Tendrá que escaparse, si puede, ya tiene
práctica en meterse en el maletero de un coche, aunque también
podría probar a meterse en una caja de manzanas de Gerona o de
Lérida, las dos provincias que quedan fuera de Tabarnia. Luego
tendrá que intentar recalar en un país con el que no haya tratado
de extradición y allí tendrá que ganarse la vida, bien como
atracción, para aprovechar su fama durante el tiempo que dure, o
bien directamente fregando suelos o lo que sea. No tiene más que
coger un mocho y pasarlo humedecido por el suelo. Eso sí que lo
sabrá hacer.