Gente con reconocidas dotes intelectuales insiste en que la vida es un teatro y que algunos, al darse cuenta de que están actuando, se quitan enfadados los ropajes y abandonan la función. Otros siguen en el circo, como si nada. Los primeros se equivocan, dicen los analistas, porque fuera del circo no hay nada.
Bueno, pues sí que hay. En los lugares en que se vive bajo el dominio del terror no hay función que valga. Ahí todo es verdad. Pero la anécdota sirve para el caso de España. El advenimiento de la democracia. Fue un milagro. Hubo dos personas al menos que en ningún momento interpretaron nada. Fueron Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado. Seguramente hubo más, pero con menos repercusión. Los dos citados trajeron la democracia, sufriendo gran quebranto en el empeño, y luego la defendieron arriesgando sus vidas. Sin embargo, los que quisieron pasar como héroes de la democracia fueron Juan Carlos I y Felipe González. Ambos, cobardes, mezquinos y traicioneros. Tienen su púlpito, sus grupos que los defienden. ¿Por qué a Felipe González, que puso a los ciudadanos al nivel de la ETA, se le consiente? Por una razón muy poderosa: es de izquierdas. Militar en este ámbito otorga ventajas, como se va viendo.
Lo de Juan Carlos I tiene otro matiz: era absolutamente imposible que pudiera continuar al modo de Franco. Si lo hubiera intentado, habría durado poco. Pretender que esto no se supiera es más ingenuo que creer en los Reyes Magos, fiesta que, por otra parte, es absolutamente necesaria para los niños. Pero el caso es ese: Torcuato Fernández Miranda eligió a Adolfo Suárez por su doblez. O sea, que no se enteraba. Y luego el elegido puso todo de su parte para conseguir la democracia, mientras que otros, también muy dotados, como Fraga y Areilza, no se enteraban. Al final será cierto aquello de que Dios escribe recto con los renglones torcidos de los hombres.
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