Con
motivo del brutal atentado contra uno de los pilares del mundo
civilizado, como es la libertad de expresión, se han escrito muchas
tonterías. Con la intención de parecer ecuánimes, o sensatos, o
simplemente para demostrar la adscripción a la izquierda han perdido
oremus, la vergüenza y hasta el sentido del ridículo. Tal vez, lo
paguemos caro.
No
tiene nada que ver con el atentado lo que el mundo civilizado haya
hecho anteriormente. Ningún país debería estar orgulloso de su
historia. Ninguno. Tampoco los del llamado tercer mundo.
Quienes
perpetran el mal tienen una predisposición innata a justificar sus
actos, pero eso es una memez. El mal no puede justificarse nunca.
Incluso cuando se hace el mal en defensa propia, el mal que se hace
ha de estar proporcionado con la amenaza que se sufre. Y desaparecida
la amenaza ya no hay justificación para seguir haciendo el mal.
Conviene
tener en cuenta también que el fanatismo no lleva a ningún sitio
bueno. Y que todos aquellos que lo exaltan son enemigos de la
civilización. Todos aquellos que señalan enemigos, en lugar de
hacer propuestas razonables para resolver los problemas, son enemigos
de la civilización.
En
el caso citado, no se trata de si las viñetas de Charlie Hebdo eran
de mejor o peor gusto, o si los países democráticos son más o
menos egoístas, sino de que la civilización fue atacada por la
barbarie. Tampoco es un ataque aislado, ni hay indicios de que no se
vayan a producir más. Lo que ocurre, simplemente, es que los
bárbaros han declarado la guerra al mundo civilizado.
Son
unos pocos los agitadores de masas que fomentan la violencia. Los
asesinos de los humoristas franceses pueden sentirse moralmente
reconfortados, como ocurre en el caso de los etarras, al saberse
admirados por mucha gente. Sólo falta que en el mundo de las
víctimas se les comprenda y se les justifique.
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