Felipe González, al que algunos
estómagos agradecidos pretenden hacer pasar por el mejor estadista
español del siglo XX, ha sido un gobernante nefasto para España.
Con él empezó todo.
Tenía a Adolfo Suárez por dictatorial y
a Jordi Pujol por demócrata. El primero se jugó la vida día a día
para traer la democracia y luego para defenderla, mientras que el
segundo, con el inestimable apoyo de Felipe González, sentó las
bases para destruirla.
Por cierto, los estómagos agradecidos
antes mencionados pretenden otorgarle a Juan Carlos I, otro personaje
nocivo, los méritos que corresponden a Adolfo Suárez.
De haber habido buena sintonía entre
Felipe González y Adolfo Suárez, otra habría sido la Constitución
y otro el papel de los nacionalistas, que habrían tenido menos
posibilidades de hacer daño. Y seguramente ETA habría matado mucho
menos. El nacionalismo es incompatible con la democracia.
Nunca se les debieron dar tantas
competencias a los nacionalistas, pero si no fuera bastante con eso,
en 1983 se les transfirieron las de prisiones. Claro que también
Aznar, el siete machos (a mí nadie me llama derechita cobarde a la
cara), hablaba catalán en la intimidad.
Los nacionalistas no respetan nada, ni
las reglas de juego ni la cordura: es difícil saber quién está más
loco, si Torra o si Puigdemont. Tampoco la educación, ahí están
Rufián y Tardá, para demostrarlo. En Cataluña, el cinismo lleva
tonsura.
Se burlan de las leyes, o sea, de los
ciudadanos, se burlan de la verdad, se burlan del hambre y de la sed
de quienes las padecen por su culpa.
Los privilegios que le conceden a Oriol
Pujol, gracias a las concesiones que hizo Felipe González a Jordi
Pujol, son preludio de los que están dispuestos a concederles a los
presuntos golpistas si salen condenados, que es lo que parece que va
a suceder y lo que ellos esperan. Como era de esperar, se ríen.
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