En España en la que no hay separación
(efectiva) de poderes, aunque haya quien se empeña en creer que sí,
los empresarios disfrutan de más cuota de poder de la que realmente
les correspondería.
Y el poder tiende a corromper, pero
también atonta. No se tienen en cuenta, muchas veces, las
consecuencias finales de los actos, puesto que la sensación de
peligro queda muy disminuida.
Los oligarcas catalanes han estado
callados mucho tiempo, dejando hacer a los nacionalistas, cuando no
alimentándolos. Se conoce que ese complejo de superioridad que
alientan era bueno para sus negocios o, por lo menos, les gustaba.
Pero las cañas se han vuelto lanzas y ahora ven peligrar su dinero y
están a punto de poner el grito en el cielo. No se atreven aún. No
les sale el grito. Lo que ha ocurrido es que uno que es más orate de
lo normal entre los nacionalistas se ha puesto al mando de la cosa y
ha precipitado el derrumbe, que de todos modos tenía que ocurrir un
día u otro.
Todo lo que tiene que ver con el
nacionalismo es un despropósito, y hay que ser ciego, de esos que lo
son voluntariamente, para no verlo.
Todo en Cataluña está infectado de
nacionalismo, la derecha, la izquierda, lo de arriba, lo de abajo, lo
del centro, y trata de expandirse hacia el Reino de Valencia, en
donde para poder entrar tiene que camuflarse y hacerlo por el sector
de la izquierda, en donde el nacionalismo es incluso más enfermizo.
Estos empresarios catalanes están
alarmados, pero no hacen nada para impedir la catástrofe. Para poder
recuperar parte del terreno perdido tendrían que llevar a cabo una
acción enérgica y desautorizar pública y rotundamente a los
promotores de secesionismo. Como no lo van a hacer, sino que se
limitarán a esperar que la realidad de las cosas imponga su ley, no
les queda más remedio que hacer acopio de kleenex para los años
venideros, cuando las pérdidas sean un hecho.
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