En un pueblo catalán, que, por cierto,
está endeudado de forma estúpida, su ayuntamiento no cree que su
misión consiste en gestionar bien los recursos del pueblo, sino que
lo suyo es dar instrucciones acerca del comportamiento de sus
habitantes. Pero tampoco se trata de que les exija un comportamiento
cívico y respetuoso con las normas y las leyes, sino que pretende
convertirlos en seres bovinos, acostumbrados al yugo y a ser
conducidos por personajes deplorables.
Concretamente, la última imposición
consiste en decirles a quienes les pagan el sueldo, o sea, a quienes
deberían ser sus jefes, que a los rumanos, chinos y negros hay que
hablarles única y exclusivamente en catalán. Estos comportamientos
son propios de todos los lugares en los que gobiernan los
nacionalistas de derechas o de izquierdas (y a ver cómo explican que
son nacionalistas y de izquierdas), y a sus actividades les llaman
procesos democráticos, como podrían llamarles caca de la vaca, o
cualquier otra cosa que se les ocurriera.
El nacionalismo es incompatible con la
izquierda y con la democracia, como lo demuestran, sin ir más lejos,
esos de Compromís, primos hermanos de los impresentables de ERC.
Esa actitud suya de querer imponer el
catalán por la brava pone de manifiesto que la lengua les importa un
pimiento. Se sirven de ella, e incluso incitan a que se la odie, con
el fin de lograr sus propósitos. Si realmente amaran la lengua
actuarían de otro modo.
Resulta lógico, por otra parte, dado que
la catalana es una lengua artificiosa elaborada por Pompeyo Fabra a
partir del dialecto barceloní. A base de sobornar lingüistas y de
presionar de modo extremadamente agresivo, de tergiversar y manipular
documentos, y de compraventas políticas se le ha dado a este
dialecto barceloní revestido de lengua una apariencia imperial, que
está muy lejos de ser cierta. Los castillos de naipes siempre acaban
por caerse.
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