Ha ocurrido en uno de esos medios
catalanistas. Fui a leerlo, pero no entendí nada. Alguien tuvo la
amabilidad de hacerme una traducción resumida, de modo que se le
acusa de atacar a Cataluña, de odiar a los catalanes y, en fin, de
autoodio.
Esto último es una constante. A todo
aquel que no se traga las bolas de los catalufos se le diagnostica
que padece autoodio. Pero ocurre que ese diagnóstico no preocupa a
nadie. Lo que diga un loco no se puede tomar en consideración.
La cuestión no es como la describe el
catalufo embestidor. Supongamos que se declara la peste en Cataluña,
¿qué haría él, se quedaría o saldría pitando? Eso es lo que ha
hecho Félix de Azúa. Ha visto la peste y, como puede, se ha
marchado a otro lugar en el que se respiran aires de libertad.
A los infectados por el nacionalismo, que
es la peste de nuestros días, la falta de libertad no les molesta. Y
tampoco les avergüenza que otros se sientan constreñidos por el
nacionalismo, sino que les parece muy bien que se les presione con el
fin de torcer sus voluntades y comulguen con ruedas de molino.
Es fácil entender a los nacionalistas.
Quisieran que todo el mundo marcara el paso de la oca, y hay que
reconocer que resulta estético. Eso de que cada uno camine como
quiera y en la dirección que le parezca es otra cosa. Pero es que
para poder andar de esa manera hay que tragarse previamente todas las
falsedades históricas con que los catalufos construyen su país. No
hay ninguna verdad, pero ellos tienen como ciertos todos los mitos
sobre los que están edificando su insólito proyecto. Todo esto se
ha de caer con estrépito. Quien de verdad quiera a los catalanes
debería avisarles.
Dejando aparte que no todo el mundo está
preparado para digerir las bolas. A mí, por ejemplo, me sientan muy
mal.
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