domingo, 2 de agosto de 2020

La banalidad del bien no existe

Las acciones buenas siempre son fruto de la voluntad. Se llevan a cabo tras meditarlas y de forma consciente y decidida. El mal, en cambio, se da cuando la voluntad no sabe o no quiere controlar las pasiones, dentro de las cuales también están los caprichos, y se rinde a ellas.

Surge el deseo de vengar alguna afrenta, real o imaginaria, o la envidia o la soberbia, o la tentación de encontrarse ante un ser indefenso en cuya persona se da alguna circunstancia que se odia. Del mismo modo que el bien es el triunfo de la humanidad, o sea, la razón, por medio de la voluntad, se impone al deseo, el mal es el fracaso, es la vuelta al salvajismo.

Cuando alguien en lugar de regirse por su propio criterio para distinguir el bien del mal y opta por depender de la aprobación del entorno, cae en las garras del mal. La explicación es fácil: cuando la meta es ser aceptado por los demás, es que la moral no importa. El ansia de conseguir la aceptación del rebaño y lograda esta meta considerarse buena persona simplemente por el hecho de recibir el aplauso de los demás es propio de la gente malvada, de personas sin escrúpulos de conciencia, de gente capaz de traicionarse a sí misma por una sonrisa del jefe. O de la jefa.

El asunto es antiguo. Hay gente que va a misa con ese fin. Luego se integra en el rebaño de los fieles y sólo por eso ya se cree buena persona. El problema de quienes actúan así es que luego van señalando a las que consideran malas personas. Lo necesitan. Este modo de actuar tan antiguo también se ha trasladado a quienes han sustituido la religión por otra cosa, para vivirla del mismo modo.

Hay que convenir en que el rebaño, sea religioso, político o de cualquier otro tipo, no tiene moral. Ésta siempre es de los individuos y si renuncian a ella se convierten en malvados.

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