La
educación cumple
en la relación entre las personas el mismo papel que el
lubricante entre
las piezas de un motor, al reducir la fricción y evitar un desgaste
prematuro, en el caso de que este haya de producirse.
Pero
de un tiempo a esta parte la educación ya no se considera útil y ni
siquiera conveniente. Basta
con caminar por las calles para comprobarlo. Abundan quienes van en
patinete o bicicleta por las aceras e instan a sus legítimos
usuarios, que son los viandantes, a que se aparten, porque van ellos.
Pero es que la mayoría de los que caminan a pie tampoco se han
dejado el egoísmo en la percha de su casa antes de salir, sino que
van con él por bandera, como si la calle fuera suya, y no respetan
la prioridad de paso de nadie. La cortesía ni la conocen. Quizá la
usen con sus jefes o con la gente poderosa o famosa.
En
este contexto, que desgraciadamente es mundial y no solo de España,
no es extraño que tipos tan maleducados como Trump o Bolsonaro hayan
alcanzado la presidencia de sus respectivos países.
¡Qué
agradable resulta ver a alguien que sabe estar! ¡Y qué distinto es
ver un patán! Y, sin embargo, aplauden a los patanes. Habrá
que concluir en que la gente no sabe distinguir un burro de una
castaña.
Pero
repito que el asunto es general y que la mala educación se va
imponiendo incluso entre personas que se suponía que la tenían
esmerada. Se permiten incluso el
placer del desprecio, ignorantes de que eso es una grosería indigna
de alguien que se precie.
Quien
se respeta a sí mismo, necesariamente respeta a los demás. Eso no
lo saben nuestros paletos
domésticos, Sánchez e Iglesias, que suplantan al Rey en sus
funciones, o acuden a la recepción oficial vestidos de cualquier
modo.
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'Diario de un escritor naíf'
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