jueves, 15 de agosto de 2019

La venganza

Cuando alguien disfruta causando daño a otra persona, e incluso planifica de antemano su actuación y luego no le importan, sino que le agradan, las consecuencias que su acción tiene sobre ella y su entorno, no cabe duda de que es una mala persona.
Esto sirve no solo para identificar a los otros que son malos, sino también a uno mismo, cuando concurren en sí dichas circunstancias. El ser humano necesita creerse bueno, y muchos lo logran sin excesivas dificultades. Véase, sino, el caso del despreciable Otegui. No todos son tan blandos como él en este aspecto, los hay con un nivel de autoexigencia mucho mayor.
Los hay que disfrutan haciendo el mal y por mucho que hayan hecho nunca tienen bastante y quieren hacer más y se procuran cómplices. Siempre son devotos de la diosa Impunidad. Su punto flaco es que necesitan seguir manteniendo la farsa en su mente, para poder seguir creyéndose buenos.
Para hacer el mal se necesita estar poseído por el odio, ese sentimiento silvestre, que brota espontáneamente, crece sin freno y puede acabar con todo vestigio de vida en el planeta, y para siempre. Un conocido mío, superdotado intelectual, reivindicó en la revista de la asociación su derecho a odiar. Se puede ser muy listo para unas cosas y muy tonto para otras.
El amor hay que sembrarlo, regarlo y cuidarlo, pero el odio crece sin cesar si se le permite. Hace daño a todos, pero sobre todo a quien lo siente. En la actualidad, han surgido organizaciones políticas que medran gracias a su arte en la explotación del odio. Lógicamente, pretenden el mal para todos.
La venganza es hija del odio y no sirve para nada más que para poner a quien se sirve de ella al mismo nivel de que le había agredido. Las personas civilizadas se sirven de la justicia, que no debería tener ninguna relación con la venganza. 

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