Ya se ve que la Santa Madre Iglesia sigue
fiel a su política de procurarse adeptos, o adictos, en lugar de
centrarse en lo fundamental.
Si el populismo hace que descienda el
número de fieles en Iberoamérica, elige un papa populista, aunque
sea imbécil, para contrarrestar el efecto. Si la gente ya no va a
misa o deja de creer en los milagros, canoniza a velocidad de
crucero.
Creer en los milagros, hoy en día, es
como creer en la magia. No debería la Iglesia insistir en este
camino, que es pan para hoy y hambre para mañana. Hablar de milagros
es dar armas a sus enemigos, que son muchos. Los milagros,
sencillamente, no existen. ¿Por qué un santo o una santa tendría
que curar a una niña y no a la de la casa de al lado, que es mucho
más devota y buena persona? ¿Por qué si hay tantos santos en el
cielo no hace cada uno de ellos un milagro y evitan entre todos que
mucha gente muera de hambre? Puedo indicarles a esta santa nueva o a
otros santos anteriores, recientes o antiguos, dónde hay necesidades
apremiantes.
Se puede comprender que en otras épocas
remotas se produjeran canonizaciones, dado que la resistencia ante la
adversidad, digámoslo así, parecía sobrenatural. Era lógico
suponer en aquellos tiempos que si habían aguantado tanto se debía
a la asistencia divina de la que habían gozado. O que si habían
llevado a cabo una vida ejemplar el motivo era el mismo. Pero
entonces se tomaban las cosas con más parsimonia y, por lo menos,
intentaban hacerlo seriamente. El llamado abogado del diablo
desempeñaba su labor con celo y muchas veces obstinación.
El proceso duraba tiempo y cabe pensar
que, al menos, algunos de los que intervenían en él creían en lo
que estaba haciendo, aunque también cabe suponer que algún que otro
caradura o sinvergüenza tendría que haber entre los implicados.
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