En Baleares, la patria, entre otros, de
Raimundo Lulio, ocurren cosas raras. En un centro turístico de
primer orden, con lugares muy bellos y proclive a constituirse en un
centro cultural de primer orden, por la cantidad de intelectuales que
viven en las islas o las visitan frecuentemente, se impone el
aldeanismo.
Es obligatorio hablar catalán, esa
lengua que usan cuatro gatos, en las islas. Quienes mandan lo han
decidido así y han podido hacerlo porque hay mucha gente en el mundo
dispuesta a tragarse todos los sapos que hagan falta, si están
condimentados con la salsa que les gusta.
He aquí pues que una mentira bien
adobada y aliñada logra hacer camino. En los tiempos de Jaime I, rey
de Aragón, Cataluña (Catalunya, escriben los catalufos, porque
odian a la eñe y a la che), no existía; estaban los condados
catalanes, que tenían muy pocos habitantes, que mayoritariamente
eran analfabetos y hablaban varios dialectos, cuyos vocabularios eran
parcos. Nos quieren hacer creer que esos difundieron el catalán por
distintas tierras. Para ello cometen la primera felonía, o sea,
incurren en la primera falsedad: al Reino de Aragón le llaman
Confederación Catalano-Aragonesa. Al final resultará que no es que
Teruel existe, es que Aragón no existe. Todo era catalán.
Y esas glorias, inventadas, ficticias,
inexistentes, quiméricas, ilusorias, delirantes, imaginarias,
fantásticas, artificiosas, han calado en mucha gente, es decir que
la verdad viene a ser como un aguafiestas a quien nadie quiere ver.
Resulta que la lengua catalana, que hasta
Pompeyo Fabra estaba dividida en varios dialectos, es decir, no tiene
ni un siglo de vida, se ha encontrado con un pasado glorioso, porque
se lo han procurado estos pájaros de cuenta. Y esta barbaridad se la
han tragado personajes que en otras cuestiones se muestran de un modo
muy razonable y están muy alejados del nacionalismo. Pero las bolas
que lanzan los nacionalistas son tantas y es tanta la presión que
meten, y es tan molesta la verdad, que muchas se dan por buenas.
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