La
llamaban Alemania Democrática, pero en el nombre empezaba y
terminaba la democracia. Se ha hablado mucho de la atrocidad de aquel
régimen, que por dinero (¡por el vil metal capitalista!) permitió
que las empresas farmacéuticas utilizaran como cobayas, sin su
conocimiento ni consentimiento, a un gran número de pacientes de
aquel país.
Pero
esas cosas son lógicas. Surgen de la necesidad de creerse buenos que
tienen algunos. Se hacen comunistas, por ejemplo, porque eso
significa que tienen preocupaciones sociales. O sea, sufren por el
prójimo y desean que no padezca. Y buscan el poder, para cambiar las
cosas desde arriba. Claro, porque desde abajo los resultados son
modestos y muy trabajosos. El problema de querer solucionar las cosas
desde arriba es que se necesita el poder, y ya se sabe que corrompe.
Un líder comunista, con el control absoluto del aparato del poder
debe de tener muchas tentaciones. Y a pesar de tener tanto poder, no
puede dominar sus instintos, ni tampoco satisfacer las necesidades de
sus súbditos.
Lo
verdaderamente preocupante para los demócratas es la actuación de
las empresas farmacéuticas, pero no por lo que hacen, que tampoco
debería sorprender a nadie, sino por la confianza que los gobiernos
del mundo occidental tienen depositada en ellas.
No
debería ningún gobierno democrático depositar su confianza en
nadie. Los políticos no son elegidos para que descarguen sus
obligaciones en otros, sino para que las cumplan. Los políticos
deben preocuparse por la salud de los contribuyentes que les pagan
sus sueldos.
Las
empresas farmacéuticas, como todas las empresas, lo que pretenden es
ganar dinero. Y lo que tienen que hacer los gobiernos es sentar las
bases para que esas actividades empresariales redunden en beneficio
de la sociedad. Pero si lo que hacen es presumir que porque esas
empresas fundan su negocio en la salud han de actuar como Oenegés de
las buenas, la conclusión es que traicionan a los ciudadanos.
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