La
experiencia demuestra que cuando se establece un dogma a continuación
van las tan indigestas ruedas de molino. Los hay que se las tragan y
lo hacen con gusto, pero definitivamente no sientan. Un día u otro,
ellos o sus descendientes, tendrán ardor de estómago.
Se
acepten o no los dogmas, las ruedas de molino van a continuación,
con la orden de que hay que tragarlas. Y es que quienes establecen
los dogmas y distribuyen las ruedas de molino tienen poder. Y al
poder nunca le faltan devotos. De modo que quien no sea devoto, en su
intento de no comulgar, puede ser aplastado. Ese afán que tienen
algunas personas de imponer sus teorías a otras debería ser
considerado como una enfermedad mental. A quienes lo poseen se les
debería recetar una buena dosis de bromuro cada día. O algún
equivalente.
En
el Reino de Valencia nos clavaron la Academia Valenciana de la
Lengua. Hay recortes brutales, pero la cosa esa, junto con otras
similares, está ahí. ¿Y por qué está ahí? Porque lo dice el
Estatuto. ¿Y por qué lo dice el Estatuto? ¿Y quién pedía el
Estatuto? El culto al Poder tiene estas cosas. Se aplaude al que
manda y éste lo “agradece”.
Esos
que mandan en la región del nordeste de España han introducido un
concepto vaporoso. “Eso del derecho a decidir”. El culto al Poder
otorga características mágicas a quienes lo poseen. La gente se
olvida de sus problemas y defiende los de la oligarquía.
Esos
que mandan en el nordeste de España, y en Rajoy y en Fabra (el
bueno, le dicen), niegan a los valencianos el derecho a decidir el
rumbo de su lengua. La ciencia, dicen. La ciencia. Apaga y vámonos.
Los valencianos nos gastamos dinero (y no tenemos ni para medicinas)
para pagar a quienes nos toman el pelo.
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