Es
bueno que a alguien le indigne el hambre. Pero Juan Goytisolo, en su
artículo La fuerza del hambre, apunta hacia un blanco fácil,
con lo cual da pie a pensar que no es que le indigne el hambre, sino
que se sirve de ella para criticar a determinados estamentos
sociales, sin aportar ninguna propuesta salvadora.
Efectivamente,
el hambre es un problema muy grande, contra el que no hay fronteras
que valgan. Por eso cabe hacer hincapié en que lo que genera el
hambre masiva es la existencia de las fronteras. A un lado de ellas
se puede vivir relativamente bien y al otro la vida puede ser
imposible. La solución, entonces, sería derribar las fronteras;
pero eso no se puede hacer sin más. Hay que ir paulatinamente.
Además de las fronteras físicas, están las morales o culturales,
que cuestan mucho más de derribar; y, por supuesto, las económicas.
Ahora
bien, en estos tiempos que corren, no es que haya gentes que se
nieguen a procurar la aproximación de los pueblos, es que abundan
los que abogan por fomentar la diferencia y habilitar fronteras
nuevas. Esto último nos da idea de que entre el género humano
abundan el odio y el egoísmo, ingredientes necesarios para el
sustento de cualquier nacionalismo.
Si
hay tanto odio y tanto egoísmo en nuestra sociedad, ya no se puede
culpar a la caída del muro de Berlín de hambre que sufre tanta
gente, aparte de que antes de ese hecho ya la había en demasía.
Ese
odio y ese egoísmo están presentes también en los mercados, que
tanto critica Goytisolo, como si los mercados fueran cuatro orondos
señores con frac y puro en la boca.
De
modo que en lugar de fomentar el odio a los mercados, habría que
incidir en que la solidaridad y la caridad entre las personas y los
pueblos son requisitos necesarios para que los más vulnerables
puedan tener alguna esperanza.
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