Lo explicó muy bien Jonathan Swift:
«Cuando surge un villano en el mundo se le puede reconocer por este
signo: no hay estercolero en el que no hoce».
La última de Rufián, o quizá la
penúltima, porque no para, consistió en ir a Alsasua, uno de los
pueblos malditos que hay en España, en el que los bildutarras
imponen su ley. Ha ido, como no podía ser de otra manera, a
demostrar sus simpatías a esa multitud gallinácea que apalizó sin
piedad a cuatro personas indefensas, dos hombres y dos mujeres, por
la simple razón de que los hombres eran guardias civiles. Dos fueron
las mujeres agredidas y además de forma continuada, la agresión no
acabó con la paliza, sino que posteriormente siguieron los
hostigamientos. Las feminazis, esas que se desgañitaban empujando a
Juana Rivas hacia el abismo, en este caso no han dicho nada, y
seguramente es mejor así. Las damas del actual gobierno tampoco.
Rufián fue a Alsasua a ofender a las víctimas y con ellas a todos
los demócratas. Un demócrata es alguien que respeta las leyes y,
por tanto, a los demás ciudadanos, paga sus impuestos y vive de su
trabajo. Hay mucho caradura al que no le importa hacer el mal, o el
ridículo, con el fin de vivir a costa de los demás. Cuando un
demócrata se dedica a la política, como es el caso de Karl Jacobi,
propone soluciones.
Rufián puede ponerse en contra de las
víctimas porque intuye que nunca lo será. Siempre estará en el
lado de los que dan las palizas, no en el de quienes las reciben. Ese
pensamiento le permite burlarse de las cuatro víctimas de los
salvajes de Alsasua, que además ahora, como suelen hacer todos los
malvados, quitan importancia a su bestial y multitudinaria agresión.
¿Podemos deducir que si llega a estar Rufián en el sitio también
habría dado patadas a las víctimas cuando estaban en el suelo?
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