Un niñato de esos del fútbol cada vez
que tenía ocasión esparcía su lloriqueo: «no nos dejan votar...».
El lloriqueo como hecho diferencial y la pulsión de votar como
fuente de la eterna felicidad.
Pues los catalanes han votado...una vez
más. Ahora falta que Puigdemont y Junqueras se pongan de acuerdo, y
que logren un tercer socio. Demos por hecho que se van a dar ambas
circunstancias y que se disponen a formar gobierno. Lógicamente, no
podrán formar parte de él todos esos que tienen causas pendientes
con la justicia, algunos de los cuales están encarcelados y otros
pueden estarlo en cualquier momento, aunque tampoco se puede
descartar alguna escenificación teatral destinada únicamente a
engañar a sus electores; que es lo que quieren ellos, cabría
añadir; no hay más que fijarse en que iban a votar vestidos con
disfraces ridículos, con la barretina enroscada o la lágrima a
punto de nieve. Pero llegará un momento en que tendrán que ir a lo
concreto, o sea, formar gobierno y acometer las tareas que le son
propias. Aquí será dónde empezará a pinchar el catalanismo,
porque las expectativas creadas ante quienes les han ido a votar
pensando que con ello les dan un aval para que se salten las leyes se
verán defraudadas por completo, porque las leyes están a una altura
que ni usando pértiga podrían pasar por encima de ellas.
Se trata de una altura moral,
lógicamente, insalvable para quienes se mueven al mismo nivel, en
este campo. que los reptiles. Las buenas personas, sea cual sea su
ideología, saben que las leyes deben ser cumplidas, porque no
hacerlo es faltar al respeto a los demás. Si no se respetan las
leyes los ciudadanos quedan desprotegidos ante los abusos de los
matones, de los oligarcas, esos que han financiado el desvarío y
luego han huido despavoridos, para salvaguardar su dinero, los que
vayan al paro ya se arreglarán como puedan.
Cuando Cataluña se haya empobrecido del
todo se habrá acabado el problema, el lloriqueo y afición a
disfrazarse de plátano.
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