En
el año 1997, Iñaki Urdangarín pagó al ayuntamiento de Barcelona
las más de cuatrocientas mil pesetas que le debía, por una gran
cantidad de multas e impuestos.
No
pagaba las multas, no pagaba los impuestos de circulación de su
coche y su moto, y tampoco pagaba el Impuesto de Bienes Inmuebles.
Finalmente, saldó las deudas que tenía en aquel momento porque
alguien, bajo el nombre Comisión Anticorrupción, presentó una
denuncia; no porque el ayuntamiento se empeñara en cobrar.
Varios
diarios dieron cuenta del asunto. Meses más tarde salió publicada
la noticia de que un funcionario de las oficinas municipales de Les
Corts había sido despedido, porque fue desde su ordenador que se
accedió a los datos de Urdangarín, se hicieron copias y se
repartieron por cuenta de la tal Comisión Anticorrupción.
Hubo
celo para encontrar al autor de la filtración y se llegó hasta el
presunto culpable. Y es presunto porque se sabe que el ordenador
desde el que se accedió a los datos era el suyo pero no está
probado que fuera él, porque lo habitual en ese centro de trabajo es
que todos conocieran las contraseñas de los demás. No obstante se
le despidió mediante un decreto del alcalde ratificado por el pleno
municipal.
No
se intentó descubrir a quien filtró los datos bancarios del juez
Marino Barbero, dicho esto como curiosidad paralela al caso.
Con
Urdangarín no hubo ningún celo. A pesar de que estos antecedentes
aconsejaban vigilarlo de cerca, no se le ha controlado ni de lejos.
Y
ahora salen en tropel una serie de estupideces referidas a su
persona, con lo que se demuestra, desde el principio hasta el final,
que pensar que todos somos iguales ante la ley es propio depuesto
ingenuos. Ante la ley y ante la prensa, puesto que, a pesar de que
tenía motivos para estar alerta, fue silenciando todas esas noticias
que ahora da de golpe, como si fueran sorprendentes para los
directivos de los medios que las dan.
A
Urdangarín se le hizo creer que gozaba de impunidad, y el chico, que
ya se ve el talento que tiene, se lo creyó.
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