Sacó
a relucir, con el acierto que acostumbra, Enrique Arias Vega en su
artículo de ayer. Comienza contando el caso de un señor que se
cabrea si le llaman rumano, pese a que en su pasaporte pone que lo
es. El señor no se siente rumano, sino miembro de la minoría
húngara de Transilvania. ¡Dios mío! Voy a buscar papel de fumar.
Estas
me inquietan un tanto, aunque me molestan más que me inquietan. No
soy adivino. Si alguien se enfada porque le llamo rumano es que no
está muy bien de la cabeza. Debo aclarar que yo me siento en una
silla, o en un sofá. Me siento bien cuando acabo de comer en el
restaurante, si la comida ha sido buena, y me siento mal cuando traen
la cuenta. Me siento peor cuando me toman el pelo. Cuando aparece algún
cantamañanas con historias que ni me van ni me vienen.
Hay
que nacer en algún sitio y el hecho de que yo haya nacido aquí o
allá no da pie a nadie para que me venga contando historias con el
fin de que tome decisiones que, en cualquier caso, benefician a
otros. Me vienen hablando, por ejemplo, de cierta batalla que tuvo
lugar en Almansa, muchos años antes de que yo naciera, con el fin de
que odie a otras personas que tampoco estuvieron en ella. ¿Y en qué
me beneficia a mí sentir odio?, me pregunto.
Hay
que nacer en un sitio u otro y luego hay que vivir en donde se pueda.
Hay quien tiene que irse a vivir muy lejos de donde nació. Que
encima se le obligue a asumir los odios del lugar me parece una
sevicia. Quienes actúan así deberían leer a los clásicos griegos,
para ver si aprendían en qué consiste el concepto de la
hospitalidad.
Otra
cosa que cualquier persona debe evitar es que le caiga una sartén
con aceite caliente en la cabeza. A Arturo Mas le ocurrió y a la
vista están los resultados.
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