Debo
comenzar diciendo que lo que me interesa del fútbol es la cantidad
de impuestos que presuntamente evaden muchos de quienes viven en ese
mundillo. También me indigna que los clubes de fútbol deban tanto
dinero a la Seguridad Social y, por supuesto, los desaguisados
urbanísticos que se perpetran a causa de este espectáculo que
comenzó siendo deporte.
Pero,
ahora que lo pienso, si el fútbol fuera un espectáculo no gozaría
de tanta impunidad; realmente, es un negocio, que consiste en la
explotación de los sentimientos, exactamente igual que el
nacionalismo, y aunque no hace tanto mal, porque es difícil llegar a
esos extremos, el mal que hace tampoco es moco de pavo.
La
explotación de los sentimientos permite saquear los bolsillos de los
contribuyentes de una manera o de otra, sean o no aficionados al
fútbol. A pesar de que los clubes de fútbol están arruinados y de
que si primara el criterio de honradez desaparecerían bastantes de
ellos, hay cola para ser presidente de club de fútbol.
Hay
un club que es “más que un club” y hay otros clubes que le han
echado el ojo a la fórmula y tratan de subirse al carro, haciendo
que las camisetas que llevan sus jugadores lleven los colores de la
senyera, o incorporando el murciélago, o con tretas similares.
Si
tan solo se tratara de jugar al fútbol, enfrentando a once contra
once, procurando que el público se lo pasara bien, fuera cual fuera
el resultado final, podría calificarse al acto de deporte o
espectáculo. El público, que es quien paga, sería el rey. Pero no
es así. Quieren hacernos creer que el fútbol es algo trascendente.
¿Trascendente para quien? En estas condiciones el público ya no es
el rey. Pensar que lo sigue siendo es una ingenuidad. Decir que se
manipula a la gente también es una ingenuidad. Quien no quiere no es
manipulado.
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