Quiero comenzar diciendo que nunca he
tenido el deseo de ver una corrida de toros, pero siempre me ha
interesado el mundo de los toros. En este punto, recuerdo que
Barcelona es la única ciudad del mundo, no de España, en la que
hubo tres plazas de toros al mismo tiempo. Es decir, en la Barcelona
de Colau, o sea, como si dijeras la Valencia del Cid. En el tiempo de
Rodrigo Díaz de Vivar, y hasta muchos años después, concretamente
hasta Felipe V, Valencia era más importante que Barcelona. ¿Se
habría enamorado Colau del Cid? ¿Es mejor Colau de lo que fue Doña
Jimena? Ella también gobernó Valencia en aquellos tiempos mucho más
convulsos y difíciles. Los hay que piensan que la humanidad
involuciona. Pero no cabreemos al Cid, por favor.
El mundo de los toros siempre me ha
gustado porque los cronistas taurinos siempre han hecho gala de un
modo de escribir exacto, milimétrico, elegante. Leer las crónicas
taurinas siempre me ha resultado excitante. En algunos de los
cronistas se revelaba, además, una bondad natural que resultaba muy
atractiva. Supongo que a los malvados les molestaría.
A esto había que añadir el mundo de los
aficionados a los toros, cuyos debates no tenían nada que envidiar,
en lo que se refiere a conocimientos sobre lo que se habla, clase y
estilo, a los de los académicos de cualquier disciplina. Sin olvidar
a los protagonistas, los toreros, muchos de ellos analfabetos y, no
obstante, sabios.
Por eso mismo digo que sin gustarme la
tauromaquia no vivía ajeno a este mundo y entonces supe que si en
aquellos tiempos los miura era los toros más temidos, ya entonces
despuntaban los Victorinos, de la ganadería de Victorino Martín, al
que se conocía como ‘El sabio de Galapagar’. Más adelante supe
que sus victorinos habían desbancado a los miuras, por lo cual no es
extraño que en la actualidad todo el mundo hable de los cuernos de
Galapagar.
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