Aunque la figura del artífice de la
Transición crece día a día, todavía el país, o sea, España,
está lejos de reconocer la magnitud de obra. Dificultan que eso
pueda suceder unas fuerzas empeñadas en que el mérito recaiga en
quien no hizo nada o muy poco, que no es otro que Juan Carlos I, y
que Adolfo Suárez quede como un mero instrumento suyo.
Eso es desconocer o pasar por alto todos
los obstáculos que tuvo que derribar, tan grandes, tan imponentes
que hay que haber sido testigo de aquellos momentos para poder
calibrar, aunque sea por intuición el tamaño de la empresa. Suárez
lo hizo, pero tuvo que pagar un precio altísimo, porque encontró
muy pocos apoyos y dificultades añadidas, fundamentalmente de
personas que debían estar de su lado.
Baste recordar que lo rodearon los
generales y le hicieron prometer que no legalizaría al Partido
Comunista. ¿Qué derecho tenían los generales a hacerle esa
exigencia? No hizo esa promesa por voluntad propia, sino obligado por
unos señores que se creían los dueños de España. No fueron esas
las únicas presiones que recibió. Las soportó de todos los
sectores, de los financieros, de los empresariales, sindicales,
sociales, etcétera, en algunos casos conchabados con ministros de su
propio gobierno.
Siendo Suárez el presidente del
gobierno, gozamos del periodo de mayor democracia y mayor libertad de
toda la historia de España. Y nos sabía a poco y queríamos más y
no se lo supimos agradecer. No sospechábamos que esa democracia y
esas libertades, recién alcanzadas, habían alcanzado su cima y a
partir de la llegada de los socialistas al gobierno irían en
declive.
Adolfo Suárez fue una persona cabal, que
daba valor a su palabra y era capaz de cumplirla. Tras él vinieron
la mezquindad, la soberbia, la cobardía, la hipocresía, la
falsedad y toda una retahíla de epítetos que definen a las personas
de poca monta. En la actualidad hay un gobierno cuyos componentes
parecen haber sido comprados al completo en una tienda de todo a
sesenta céntimos.
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