Si
me dijeran que la persona que más ha intentado perjudicarme necesita
mi médula ósea para vivir, se la daría. Puedo decir eso porque soy
donante habitual de sangre y es bastante posible que alguna o algunas
de mis donaciones hayan ido a parar a gente que me quiere mal.
También he dado médula ósea. Fue en 1986, una época en la que
técnica era menos depurada que ahora.
Ahora
está de moda la palabra empatía, hasta el punto de que la simpatía
parece haber desaparecido. Sin embargo, no hay tanta empatía como
parece traslucirse de ese uso continuo de la palabra, puesto que las
condiciones para captar donantes de médula ósea son dramáticas
para quienes esperan recibirla: el donante puede volverse atrás en
cualquier momento, incluso en ese punto en el que ya se ha iniciado
el proceso del trasplante y el receptor no tiene marcha atrás: o se
le pone la nueva médula o muere. Pues incluso en ese momento, el
donante puede cambiar de idea.
Esas
condiciones dan idea de la dificultad para captar donantes. Y eso que
a la mayor parte de los donantes no es probable que la llamen jamás,
porque encontrar un donante compatible es difícil.
En
Estados Unidos, quienes se inscriben como donantes tienen ventajas,
puesto que incluso se puede conseguir algún trabajillo extra por ese
motivo. Pero el cobarde cuyo nombre no se ha dado a conocer tuvo mala
suerte. Su médula era compatible con la de una niña de once años
que estaba a punto de morir. Se había inscrito pensando en que no lo
llamarían jamás y lo llamaron. Debió de entrarle pánico. ¡Ay!,
¡me van a pinchar! Pero encontró una excusa que le sacó del apuro:
La niña no era americana. Y ya no es de ninguna parte, porque se ha
muerto.
Y
ese sujeto, cuyo nombre no se conoce, probablemente duerme a pierna
suelta, porque tiene la conciencia tranquila.
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