Un demócrata no va haciendo gestos con
el fin de que se le vea como tal, sino que se comporta como tal. Eso
está en la Biblia, sin ir más lejos: «Por sus hechos los
conoceréis». O sea, que ya en aquellos lejanos tiempos el personal
supo distinguir entre los embaucadores y quienes no lo eran, hasta el
punto de que los autores bíblicos lo dejaron dicho. Naturalmente que
eso no acabó con el gremio de los embaucadores, ni con el de los
crédulos.
Alguien que haya meditado sobre lo que
significa ser demócrata y lo haya interiorizado sabe que, por
general, lo que haga podrá enmarcarse dentro de esta opción
política. Digo ‘por lo general’ y no ‘siempre’ porque nadie
es perfecto y el mejor escribano hace un borrón.
Todo este exordio viene a cuento porque
en distintas ciudades españolas y de forma espontánea y no
preparada, la gente pide libertad a gritos. ¡Libertad, libertad!,
como en los viejos tiempos. No es por nostalgia.
Tenemos un presidente del gobierno,
Sánchez, que ha transformado un partido con vocación democrática,
como es el PSOE, en dictatorial, al haber suprimido todos los
estamentos de control internos.
Un vicepresidente del gobierno, cuyo
partido, Podemos, depende total y absolutamente de él, que jamás ha
tenido ninguna vocación democrática, y todo lo suyo en este sentido
no pasa de ser un sucedáneo, un engañabobos que no se le escaparía
a la mirada crítica del autor bíblico.
Y tenemos un gobierno que pudo haber
tomado medidas contra el virus chino a tiempo, con lo cuál el daño
habría sido mínimo, pero que, por egoísmo prefirió retrasarlas,
retrasarlas, retrasarlas, y luego, en lugar de pedir perdón al verse
desbordado, aprovechó, quizá por sadismo, para castigar a todos con
la pena del arresto domiciliario, al que le han puesto un nombre
inadecuado, y bombardear, esta vez sin quizá, sádicamente a la
población con propaganda a favor de sí mismo y en contra de la
Oposición.
Claro que la gente grita ¡libertad,
libertad! No es para menos.
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