lunes, 2 de marzo de 2020

La penúltima de Celaá

Entre poder y autoridad hay diferencias sustanciales. Ejercer la autoridad es hacer lo que se debe y procurar que las medidas que se tomen favorezcan a la población en general y no a un grupo en particular. Quien ejerce la autoridad no pretende el beneficio propio, sino el bien común. Tampoco espera que le agradezcan o reconozcan su labor, aunque si lo hacen se siente feliz. Quien ejerce la autoridad encuentra el premio en la satisfacción íntima que le produce el saber que ha actuado de acuerdo con sus convicciones, que ha sabido ser consecuente con sus ideas. Esto mismo le sirve de parapeto frente a las traiciones e incomprensiones que sabe de antemano -porque la vida se lo ha hecho ver- que ha de arrostrar.
Quien quiere sentirse poderoso necesita sentirse por encima de la ley, por encima de su palabra, por encima de todo. Solo así siente que tiene la sartén por el mango. Actúa arbitrariamente y los demás no tienen más remedio que aceptar sus desmanes. Al poderoso no le satisface la virtud, el hecho de cumplir con el deber le parece una esclavitud. El poderoso necesita que los demás se dobleguen ante él y le rindan pleitesía, le aplaudan sus tropelías y critiquen a sus víctimas.
El poderoso se siente a gusto entre gente que finge, porque él lleva toda su vida haciendo lo mismo, pero que, de momento, no tiene más remedio que plegarse a sus deseos.
Al poderoso le gusta saber que sus medidas hacen daño, que quienes se sienten perjudicados, le satisface ver que protestan y se quejan, y que el daño que hace es real.
¿Y por qué votan a personas así? El mal ejerce un influjo muy poderoso en según quienes. El final del recorrido del culto al poder lo explicó Orwell: No es posible el retorno. 


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