Dado que Pompeyo Fabra tuvo motivaciones políticas y no lingüísticas, la lengua catalana está condenada a desaparecer. Y puesto que se la usa con la finalidad con que fue concebida, está desaparición se consumará antes de lo que lo hubiera hecho en condiciones normales.
Los catalanistas se dan cuenta de que cada vez se utiliza menos, a pesar de sus esfuerzos por imponerla, pero les da igual porque para ellos lo más importante es su relato, para el que es imprescindible el uso de la lengua como argumento para conseguir sus fines o para hacer creer que luchan por ello.
Los catalanistas, entre los que a lo mejor hay jueces, juegan a un juego muy peligroso, porque perjudican a la juventud, que es lo más sagrado de una sociedad. En Cataluña, en las Baleares y en el Reino de Valencia obligan a los jóvenes a estudiar algo que jamás, salvo a unos cuantos, les servirá para nada. Han de gastar tiempo y energías, que podrían dedicar a otras actividades más productivas, en aprender algo que la mayoría olvidará pronto por falta de uso.
Parece mentira que haya personajes muy cualificados que se presten a esas barbaridades.
No se puede imponer ninguna lengua, ni hacer desaparecer otra, como pretenden hacer con la española en buena parte de España, por decreto y sirviéndose de los resortes del poder, porque la gente usa de forma instintiva la que le resulta más cómoda o beneficiosa.
Lo que tienen que hacer los gobernantes es gobernar a favor del pueblo y no en contra y eso significa que deben dejar de inmiscuirse en la vida de las personas y facilitarles las cosas.
Si hay suficiente demanda para estudiar una lengua, pues que pongan profesores cualificados, pero dejando que cada cual se plantee su porvenir del modo que crea más conveniente. Claro que eso sería respetar las reglas de la democracia, lo cual es contrario al ideario catalanista.
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