Hubo un tiempo en que casi todo lo bueno que pasaba en España pasaba en Barcelona. Cataluña era la región más admirada de todas, la que iba por delante marcando el paso y a nadie le parecía mal. Nadie se paraba a pensar si eso era justo o injusto.
Pero luego se hicieron con el poder los catalanistas, que en los primeros tiempos de la democracia no eran tantos, que gracias a la ayuda de Felipe González y Alfonso Guerra, el camarero y el cocinero, consiguieron ventajas en la Constitución, y merced a ellas pudieron inseminar el odio sin medida ni control. Odio a Cataluña en primer lugar. Y luego al resto de España. El odio de los catalanistas a Cataluña se percibe claramente al comparar lo que fue esta región española con lo que va quedando de ella. En las ansias autodestructivas de sus gentes que votan a líderes que se abrazan a terroristas como Otegui y, ufanos, se fotografían con él, mientras agreden, insultan y expulsan de Cataluña a los mejores, a los más dignos cumplidores del deber, a los que de verdad quieren a su tierra.
Los catalanistas homenajean a un brutal y despiadado asesino, como lo fue Companys, y se inventan una derrota, para festejarla, con lo cual es obvio que desean fomentar el odio. ¿Cómo es posible que los catalanes, tan educados, tan cultos, se dejen tomar el pelo de este modo? Es posible, como lo prueban los hechos y se da el caso, además, de que un partido que lleva terroristas en sus filas puede ganar las próximas elecciones regionales.
Pero no sólo están destruyendo Cataluña los catalanistas actuando internamente, sino que están procurando que el resto del mundo, no sólo el resto de España, los odie también o los tome a guasa. Hay una serie de malos payasos catalanistas, Mas, Puigdemont, Rufián, Torra, Junqueras…, a los que nadie en su sano juicio puede tomar en serio.
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