Años hace, hubo una falla catalanista cuyos promotores, entre los que seguramente se encontraban González Pons y Fernando Villalonga, se creían más listos que los demás. Tan listos como se creían que eran y no se dieron cuenta de que el catalanismo no tiene nada que ver con el espíritu de las fallas.
La cizaña se ha ido expandiendo y mucha de la cartelería fallera iba escrita en el engendro de Pompeyo Fabra. Lo catalogo de este modo por los criterios que guiaron al sujeto fueron políticos y no lingüísticos.
La frescura y la espontaneidad de antaño, tan característicos, se han perdido. El catalanismo no es nada si no adoctrina, inventa, tergiversa o miente.
El catalanismo, además, es autodestructivo, por lo que las comisiones falleras deberían plantearse si les conviene seguir esta vía.
No ya los catalanistas, sino los catalanes menos infectados por esta ideología nociva no pueden entender que los valencianos se pasen todo el año trabajando, y gastando dinero, en unos monumentos que han de ser pasto de las llamas. Ellos tienen otro modo de entender la vida.
Ni comprenden el gusto por la pólvora, el sonido rítmico de los petardos y el estallido de los fuegos artificiales.
Alguien dijo que Valencia quiere que la quieran y estaba en lo cierto. Ahí está el traje de fallera para demostrarlo, el más bonito de los vestidos regionales del mundo, con el cual la mujer valenciana logra deslumbrar y hacerse acreedora de la admiración.
El valenciano no pide nada, no quiere privilegios, invita a los demás a sumarse a la fiesta y disfrutar con alegría.
Estos días de fallas, preparados con esmero durante todo el año, no tienen más finalidad que reírse de los propios defectos, pegarles fuego en un acto simbólico y disfrutar de la vida sin más malicia que la humorística.
Esto no tiene nada que ver con los catalanes y menos todavía con los catalanistas.
Esos libros míos
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