El papa Francisco ha pedido la paz, pero ha olvidado exigir a los agresores que cesen en sus propósitos y que hagan lo posible para reparar el daño causado.
Causa pesar que un líder religioso de tamaña trascendencia esté a favor de la injusticia, lo cual es gravísimo.
La culpa de que haya paz la tienen quienes han iniciado las hostilidades y es a ellos a quienes hay que exigirles que depongan su actitud y asuman su responsabilidad.
La demagogia de Su Santidad no termina ahí, sino que a continuación se refiere a la fabricación de armas. ¿Cree el buen hombre que los malos van a renunciar a fabricarlas? Y si, como es seguro, sabe que ellos van a seguir con sus propósitos y procurándose los medios para llevarlos a cabo, ¿por qué se encara los buenos y los equipara a aquellos adjudicándoles la misma responsabilidad?
Cabe pensar que lo que ha querido el papa es hacer un guiño a los populistas, para que sigan apoyando a la Iglesia, pero con esa actitud lo que hace es ofender los verdaderos fieles. La religión católica no es una mercancía que hay que colocar en un mercado pintándola de colores llamativos para atraer a compradores malintencionados.
Es muy posible que Ratzinger se arrepintiera una y mil veces de haberle dado paso.
Para trabajar por la paz no hay nada como decir la verdad, analizar los motivos por los que se ha iniciado cada una de las guerras y señalar a los culpables, exigiéndoles responsabilidades.
Sin justicia no puede haber paz, y ser injusto es lo peor. Cuando a alguien no le importa mostrarse de ese modo, ya no le preocupa nada más que su propio negocio.
La mentira, la injusticia, la banalidad, el odio, la codicia y la mezquindad están en el origen de todas las guerras.
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