El paro es ese demonio terrorífico en el que pocos se fijan hasta que la devastación que produce hace irrespirable la atmósfera. Zapatero aparecía como ganador en todas las encuestas y de pronto tuvo que salir por pies. El personal votó entonces, masivamente, a Rajoy, pensando que éste tenía una varita mágica, pero lo único que se atrevió a hacer -muy valiente no es- fue detener las burradas de su antecesor.
El equipo económico de Zapatero es mejor que el de Sánchez. Y si aquel exigía obediencia a sus ministros obligándolos a actuar de un modo poco ortodoxo, este más.
En circunstancias normales y gobernando en las mismas condiciones en que lo hizo Zapatero, Sánchez le habría propiciado a la nación un descalabro económico de muy difícil arreglo. Difícilmente se habría atrevido el timorato Rajoy a encarar la aventura de ponerle remedio.
Pero la situación no es exactamente esa. A lo anteriormente citado hay que añadirle el lastre que suponen los ministros comunistas, empeñados en cuerpo y alma en llevar a los españoles a la ruina. En embrutecer la vida pública, en traer los palos y las piedras al debate nacional, en señalar enemigos, para que sean molestados, perseguidos y agredidos y en desposeer a los españoles de sus casas, mediante la ocupación, de su libertad, de su fe en los gobernantes.
Con este gobierno no hay quien compre una casa para dejársela a sus hijos el día de mañana, no hay quien pueda ir tranquilo por la calle, no hay quien tenga sus ahorros seguros.
A toda la peste anterior hay que añadir la pandemia. En estas condiciones las cifras del paro no tienen más remedio que ser elevadísimas, mucho mayores que las que propició Zapatero.
Y tenemos un gobierno que no gestiona, sino que procura mantener el poder, que es lo que le interesa. Para conseguirlo se sirve de la propaganda y del embuste.
Sólo queda esperar un milagro y es que los votantes socialistas abran los ojos.
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