En primer lugar, porque quienes asediaron a Carlos Dívar -dimite sin conciencia de culpa, dijeron los panfletos- no lo van a acosar a él.
Pero, sobre todo, porque si tuviera reparos de algún tipo no aceptado formar parte del gobierno, dada su naturaleza, ni llevado a cabo los encargos que se le hicieron en su condición de ministro, ni muchísimo menos formar parte del Tribunal Constitucional.
En este punto hay que dejar claro que la democracia es incompatible con la impunidad, cuestión esta que es más propia de las dictaduras. Por tanto, el hecho de que el exministro de Justicia siga en su cargo actual sólo puede considerarse como ajeno a la democracia a la que debe defender. Este concepto no lo dominan los socialistas que siguen en el partido.
Conviene referirse también a esos juristas que no aman a la justicia, sino que adoran al poder, lo cual es nefasto y sumamente peligroso para los ciudadanos que caigan en sus manos.
Se echan de menos, junto con la imprescindible independencia de los jueces, que no tienen, porque se les arrebató, que haya otros mecanismos de control, como la posibilidad de querellarse contra los fiscales y los jueces.
El peligro para los españoles es grande, aunque muchos no lo vean, y bastantes no lo quieran ver, porque lo que les importa es conservar su estatus, no es su intención rebelarse contra nada, por muy injusto que sea. Aceptan ya lo que creen que viene, pero aún está por venir, como hechos consumados e imaginan el modo de adaptarse a la nueva situación que prevén.
Pero el caso es el siguiente: sufrimos a un presidente de escasas luces, narcisista en fase crónica, volcado en alimentar su ego y que ha puesto a todo el partido a su servicio para ese fin. No controla, en cambio, a ninguno de sus aliados, que lo tienen prisionero.
Los impuestos son para contentar a todos esos. El desastre consecuente, también hay que pagarlo.
Esos libros míos
No hay comentarios:
Publicar un comentario