Yo nunca he podido ofenderme, y no es porque no me hayan faltado motivos. Quienes han leído ‘La del alba’ saben a qué me refiero. Aquella señora a la acosaron criminalmente por no poner el precio del alquiler a su vivienda que le dictaban los infames podemitas, tampoco pudo ofenderse, porque no le habría servido para nada.
Por regla general, quienes tienen motivos para ofenderse, no pueden hacerlo o, en todo caso, han de conformarse en hacerlo para sí.
A mí, en el supermercado, este, aquel o el otro, me dicen ‘caballero’ de vez en cuando. Siempre voy bien afeitado, lo digo para poner en situación. Que me traten con educación y respeto no me ofende. Hasta ahí podíamos llegar. A veces gasto la broma de decir que voy a ver si encuentro el caballo, porque no recuerdo dónde me lo he dejado. Y nos reímos un poco. O sea, nada de ofenderse.
Lo que debería ofenderme, pero que tampoco serviría para nada, es que haya ministros, o ministras, torpes y malintencionados, rematadamente torpes y rematadamente malintencionados, que hablan sin saber lo que dicen -solo saben que con lo que dicen hacen daño, pero no aciertan a comprender cómo- que arremeten contra los bancos y arremeten contra los supermercados, especialmente Mercadona, quizá la empresa mejor gestionada de España. Pero explicarles eso a ellos es perder el tiempo, en primer lugar, porque no lo entienden, y en segundo lugar porque lo que quieren exactamente es hacer el mal.
Saben que hacen el mal, pero no saben cómo. Pues cada vez cierran más sucursales bancarias y dejan de sustituir a los empleados que se jubilan, y como consecuencia salen perjudicados los menos pudientes.
Dicen esos golfos que se desviven por los más vulnerables. Sí, procurando que cada vez haya más.
Son la educación, los buenos modales y el cultivo de la bondad, los cauces para resolver la mayor parte de los problemas.
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