jueves, 17 de octubre de 2019

Acto cultural

Ayer tuvo lugar en Wayco la presentación del libro ‘Aceptar el destino’. Yo llevaba escrito un discurso con el que habría cerrado el acto, pero antes de que pudiera leerlo surgió un agradable coloquio que consumió todo el tiempo del que disponíamos.
Transcribo la disertación:
Buenas noches, damas y caballeros. Les agradezco su presencia en este acto que, por el momento, va transcurriendo según lo previsto. Nuestro amigo José Luis Rodríguez-Núñez ha dado muestra, una vez más, de su amabilidad accediendo a la celebración de este acto y ejerciendo de maestro de ceremonias con su solvencia habitual. Muchas gracias, José Luis. Por su parte, el maestro Jaime Siles ha estado a la altura que se esperaba de él. Siempre se comporta con generosidad e igualmente derrama su sabiduría, su erudición y su buen humor. Al final, Jaime Siles siempre es un espectáculo, dicho en el mejor de los sentidos, porque hace pasar unos ratos agradables, en los que, además, se aprende mucho.
Y ahora, para no alargar mucho mi exposición, paso a hablar de lo que toca. Y en este punto he de volver a citar a Jaime, porque cuando apenas había escrito unas líneas del libro, aunque, lógicamente, ya tenía pensado, en líneas generales, su contenido, le pregunté si querría presentármelo, advirtiéndole de antemano del momento de la escritura en que me encontraba. Cuento esto por dos motivos. El primero es para señalar de nuevo el espíritu generoso de este literato que me acompaña hoy, al que algunos tienen como el mejor poeta valenciano de todos los tiempos. El segundo de los motivos también es obvio. Todo el mundo sabe que los poetas escriben para sí. Hacen sus poemas, los retocan, los pulen, vuelven a cambiar algo, siempre procurando encontrar la forma más bella de expresar sus sentimientos, sus emociones, lo que les ha conmovido por algún motivo. Un poema siempre tiene vocación de obra de arte y cuando el poeta lo da por finalizado ya puede pensar en exponerlo al público, más o menos, del mismo que haría un pintor con un cuadro terminado. Un poeta puede sufrir cautiverio y el hecho de que no tenga ninguna esperanza de que sus poemas sean leídos no le impide escribirlos.
El prosista, en cambio, necesita un público. Escribe para un lector imaginario y, evidentemente, yo no tenía más remedio que pensar en Jaime.
Con respecto al asunto por el que estamos aquí diré muy poco, puesto que lo importante está dicho ya y solo queda añadir qué es lo que sentía yo cuando lo estaba escribiendo. Principalmente, pensaba que me iba a quedar sin amigos. La idea mayoritariamente aceptada es que por regla general, y no es momento de hablar de las excepciones, uno escribe para que lo quieran más. Lo cierto es que no siempre se consigue ese propósito y dados los asuntos que trato en el libro el riesgo de que alguien se incomode es grande. Aunque no por eso me iba a callar y además el riesgo de la soledad siempre está presente. El hecho de estar rodeado de gente, como estaba Adolfo Suárez, por ejemplo, tampoco significa que uno no esté solo. Sin olvidar que Ibsen decía que el hombre más poderoso del mundo es el que está más solo, así que tampoco hay que temer tanto a la soledad. No se debería consentir que nadie se quedara solo, porque eso es la muerte en vida, pero peor todavía es tener que renunciar a los propios principios para ser admitido en el grupo, puesto que lleva a vivir de un modo que puede calificarse como fantasmal, ya que quien actúa así no llega a ‘ser’.
Me permito referirme a Helen Keller como ejemplo de persona abocada a la soledad, no por culpa de otros seres humanos, por acción u omisión, sino por ser ciega y sorda. Y hubo otra persona, Ana Sullivan, que decidió rescatarla para la vida en sociedad. Quiero poner énfasis en este hecho fabuloso, que merece ser meditado.
Dicho esto, creo que es el momento oportuno de terminar, así que, sin más, paso a despedirme de ustedes, pero no sin antes agradecerles de nuevo su asistencia al acto.


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