Ayer tuvo lugar en Wayco la presentación
del libro ‘Aceptar el destino’. Yo llevaba escrito un discurso
con el que habría cerrado el acto, pero antes de que pudiera leerlo
surgió un agradable coloquio que consumió todo el tiempo del que
disponíamos.
Transcribo la disertación:
Buenas noches, damas y caballeros. Les
agradezco su presencia en este acto que, por el momento, va
transcurriendo según lo previsto. Nuestro amigo José Luis
Rodríguez-Núñez ha dado muestra, una vez más, de su amabilidad
accediendo a la celebración de este acto y ejerciendo de maestro de
ceremonias con su solvencia habitual. Muchas gracias, José Luis. Por
su parte, el maestro Jaime Siles ha estado a la altura que se
esperaba de él. Siempre se comporta con generosidad e igualmente
derrama su sabiduría, su erudición y su buen humor. Al final,
Jaime Siles siempre es un espectáculo, dicho en el mejor de los
sentidos, porque hace pasar unos ratos agradables, en los que,
además, se aprende mucho.
Y ahora, para no alargar mucho mi
exposición, paso a hablar de lo que toca. Y en este punto he de
volver a citar a Jaime, porque cuando apenas había escrito unas
líneas del libro, aunque, lógicamente, ya tenía pensado, en líneas
generales, su contenido, le pregunté si querría presentármelo,
advirtiéndole de antemano del momento de la escritura en que me
encontraba. Cuento esto por dos motivos. El primero es para señalar
de nuevo el espíritu generoso de este literato que me acompaña hoy,
al que algunos tienen como el mejor poeta valenciano de todos los
tiempos. El segundo de los motivos también es obvio. Todo el mundo
sabe que los poetas escriben para sí. Hacen sus poemas, los retocan,
los pulen, vuelven a cambiar algo, siempre procurando encontrar la
forma más bella de expresar sus sentimientos, sus emociones, lo que
les ha conmovido por algún motivo. Un poema siempre tiene vocación
de obra de arte y cuando el poeta lo da por finalizado ya puede
pensar en exponerlo al público, más o menos, del mismo que haría
un pintor con un cuadro terminado. Un poeta puede sufrir cautiverio y
el hecho de que no tenga ninguna esperanza de que sus poemas sean
leídos no le impide escribirlos.
El
prosista, en cambio, necesita
un público.
Escribe
para un lector imaginario y, evidentemente, yo no tenía más remedio
que pensar en Jaime.
Con
respecto al asunto por el que estamos aquí diré muy poco, puesto
que lo importante está dicho ya y solo queda añadir qué es lo que
sentía yo cuando lo estaba escribiendo. Principalmente,
pensaba que me iba a quedar sin amigos. La idea mayoritariamente
aceptada es que por regla general, y no es momento de hablar de las
excepciones, uno escribe para que lo quieran más. Lo
cierto es que
no siempre se consigue ese propósito y dados los asuntos que trato
en el libro el riesgo de que alguien se incomode es grande. Aunque
no
por eso me iba a callar y además el riesgo de la soledad siempre
está presente. El hecho de estar rodeado de gente, como estaba
Adolfo Suárez, por ejemplo, tampoco significa que uno no esté solo.
Sin
olvidar que
Ibsen decía que el hombre más poderoso del mundo es el que está
más solo, así que tampoco hay que temer tanto a la soledad. No
se debería consentir que nadie se quedara solo, porque eso es la
muerte en vida, pero
peor todavía es tener que renunciar a los propios principios para
ser admitido en el grupo, puesto
que lleva a vivir de un modo que puede calificarse como fantasmal, ya
que quien actúa así no llega a ‘ser’.
Me
permito referirme a Helen Keller como ejemplo de persona abocada a la
soledad, no por culpa de otros seres humanos, por acción u omisión,
sino por ser ciega y sorda. Y
hubo otra persona, Ana Sullivan, que decidió rescatarla para la vida
en sociedad. Quiero
poner énfasis en este hecho fabuloso, que merece ser meditado.
Dicho
esto, creo que es el momento oportuno de terminar, así
que, sin más, paso a despedirme de ustedes, pero no sin antes
agradecerles de nuevo su asistencia al acto.
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