A tenor de sus actuaciones al respecto
cada vez que los malvados catalanistas sufren un revés, se puede
deducir con escaso margen de error que Guardiola debe de sufrir unos
espasmos internos de alta intensidad.
Ha de resultarle muy doloroso el fracaso
del mal. Cada vez que ocurre vomita sandeces sin sentido, y son de
tal calibre que hacen dudar de su inteligencia. Pero algo parece que
sí tiene, porque de fútbol sí que sabe. Ahora bien, fuera del
fútbol y, concretamente, en el terreno de la democracia, es un
ignorante. Las dice tan gordas y es tanto el odio que se advierte en
ellas que no queda más remedio que atribuirle maldad. Y no maldad
por ignorancia o descuido, sino maldad a propósito, consciente.
Hace más de mil años que los
agricultores valencianos conocen la relación que hay entre la ley y
la civilización, de ahí el Tribunal de las Aguas. El propio
Guardiola debería saberlo saberlo también, puesto que fue condenado
en Italia por doparse.
Si aquellos labriegos valencianos del
siglo décimo supieron darse cuenta de que la ley es indispensable
para que haya armonía entre las gente, también debería haberlo
comprendido alguien a quien no le falta dinero para comprarse libros
e informarse al menos de lo fundamental en la vida.
La democracia, para ser plena y digna de
ese nombre, precisa de personas adultas, conscientes del compromiso
que tienen con los demás, y que consiste en respetar en modo extremo
las reglas de juego, esto es, la ley. Dentro de ella, en un país
democrático, están los mecanismos para cambiarla si se cree
necesario. Mientras no se cambie es de obligado cumplimiento.
Y la ley ha dictado sentencia, o sea, el
tribunal encargado del caso, y puede gustar más o menos, se puede
criticar, pero hay que cumplirla. Eso es democracia y civilización.
Lo de Guardiola es salvajismo e iniquidad.
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