Hay que poner el foco en el sobrevalorado
Felipe González, que todavía no se ha dado cuenta de que si
Torcuato Fernández Miranda hubiera querido acabar con su carrera
política para siempre, lo habría hecho. Prefirió dejarlo medrar
-hablo de la época franquista- porque su ambición lo hacía más
dúctil que Rodolfo Llopis, del que cabía esperar la intransigencia.
Todos los que rodeaban a Adolfo Suárez,
incluidos, por supuesto, los ministros de su gobierno, tenían mejor
currículum que él, motivo por el que lo menospreciaban. Esos
currículums no les sirvieron para saber apreciar la dificultad de la
tarea que llevaba a cabo y el enorme mérito que tenía. Por
descontado que ninguno de ellos habría sido capaz de hacer lo mismo.
Tampoco, a pesar de su soberbia, entendían conceptos como lealtad,
nobleza o dignidad.
Felipe González se basaba mucho en los
clichés. «No valencianicéis el asunto», rebuznaba. El zote
pensaba que antifranquismo y demócrata son sinónimos. Aparte de que
los antifranquistas lo eran de salón. Se limitaban al postureo.
Todos sabían que enfrentarse a Franco en serio tenía consecuencias
irreversibles. Y estar en la cárcel en los setenta no era lo mismo
que en los cuarenta.
Felipe González y los suyos tenían a
Adolfo Suárez por dictador, pero en la UCD cada uno iba a su aire y
en el PSOE regía una disciplina cuartelera.
De este estado de cosas salió la idea
que los nacionalistas eran demócratas y se les otorgaron
considerables ventajas sobre los demás. Javier Arzalluz y Jorge
Pujol, dos malvados con mucho talento, las aprovecharon y exprimieron
al límite.
Si Felipe González hubiera sido un
caballero y tuviera talento se hubiera aliado con Adolfo Suárez para
hacer la Constitución en torno a la ideas de justicia y solidaridad
y no se les habrían dado ventajas sobre los demás a los
nacionalistas.
En esas condiciones, ETA y Terra Lliure
no habrían podido cometer tantos atentados, no habrían tenido que
abandonar su tierra tantas familias vascas, ni se habría arruinado
Cataluña.
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