El que se hace, por ejemplo, a un puesto de privilegio en el ámbito social y a continuación , y por este motivo, ya se cree de una casta superior. Ese desconocimiento de la esencia humana, fruto sin duda del desinterés, es lo que permite tal banalidad.
Escribe Agapito Maestre: «Échense a temblar si un sociata de El País, de Academia, de Universidad, o de cualquier mamandurria al servicio del poder, dice: "No sé cómo se puede vivir en España con tanto ruido; creo que el silencio es un derecho". ¡Cuántas veces habrá repetido esa mala metáfora uno que metió Cela en la Academia de la Lengua para pagarle no sé qué favor!».
Debe de tratarse de Antonio Muñoz Molina, o eso creo. Pero ahí está la banalización de los tiempos, aunque es raro que no esté también Elvira Lindo, por aquello de las cuotas y de la fidelización.
Antiguamente, entraban en la RAE personas a las que se consideraba capaces de fijar, limpiar y dar esplendor. En la actualidad es un premio que dan quienes tienen capacidad para ello. Los actuales académicos, o algunos de ellos, no consideran que tengan ninguna obligación con los ciudadanos, sino que esgrimen su pertenencia a la RAE como si fuera un blasón heráldico. Presumen de ser de la RAE, pero se pasan por el forro el trabajo de sus antecesores.
Si algo hizo bien Fernando Lázaro Carreter , lo hizo por la lengua española, por la que se esforzó hasta el límite, pero todo su trabajo, todo su denuedo, es pasado por alto por otros académicos, algunos especialmente engreídos, cuya falta de respeto hacia este antiguo director de la RAE es equiparable a la blasfemia.
Si entre los mismos académicos no hay respeto, es que el objetivo ya no es cuidar del lenguaje. Si todos lo tuvieran, comprenderían que otros piensen de otra manera, intentarían no desautorizarlos y tener en cuenta lo que dicen.
Pero no, lo que prima es el narcisismo.
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