Era un tiempo en que unos señores a los que les cupo el honor de diseñar el sistema político por el que nos íbamos a regir los españoles en el futuro, en lugar de considerarlo una responsabilidad enorme dieron en considerarse dioses, pero de esos que no se chupan el dedo. JA Zarzalejos ha escrito hoy una apología de Felipe González. Que Santa Lucía le conserve la vista.
De la clase política que tuvimos en aquellos tiempos, infinitamente mejor que la de hoy, los que se pueden salvar a no llegan a diez. Como no se chupaban el dedo, pensaron en ellos en primer lugar. Sería largo enumerar todos los privilegios de que se dotaron. Hoy toca hablar del Defensor del Pueblo. Esa figura aparentemente tan bella. A aquellos políticos les gustaban mucho las apariencias. Y a los hoy mucho más. O sea, que la cosa va creciendo creciendo…
Bien. El Defensor del Pueblo tiene que defender al pueblo de los desmanes del gobierno. Esa es la hipótesis, la idea con la que se justifica que exista. En la práctica es un premio que se da a ciertos personajes cuya titulación les permita acceder al cargo, pero que en ningún momento de su vida hayan demostrado ser unos díscolos. Pondré dos ejemplos: tipos como Fernando Savater o Gustavo Bueno, en el caso de que fueran juristas, jamás habrían podido optar a ese cargo. Y esos hubieran sido precisamente los que mejor hubieran defendido al pueblo.
El pasteleo habitual entre el PP y el PSOE es lo que permite que tipos como este Gabilondo consigan esa prebenda. Esperar que defienda al pueblo del gobierno es estar en Babia. Pero el problema no acaba ahí. Cada autonomía tiene su propio Defensor del Pueblo en el que coloca a su enchufado. En su día, Camps puso a un llorón. Ignoro quién es el actual. Lo que sé es que con mis impuestos contribuyo a su mantenimiento. Ellos cobran y viven como reyes y yo pago. A cambio de nada.
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