La máxima de Concepción Arenal «odia el delito y compadece al delincuente», está muy bien en el plano moral. Todos los delincuentes son dignos de lástima, porque hay algo roto en ellos, no han sabido o podido acomodarse en la vida, pero una cosa es tener compasión y otra ser tonto.
Los legisladores españoles lo son, puesto que se creen buenos sin tener fundamento para ello. Dice la Constitución que las penas de cárcel han de estar orientadas a la reinserción. Eso es una estupidez y una maldad, porque la finalidad de las leyes no debería ser otra que la de proteger a los ciudadanos dispuestos a cumplirla y no a los delincuentes. Con éstos hay que tener contemplaciones, porque bastantes de ellos tienen un fondo humano mejor que el de muchos que jamás pisarán la cárcel. Está muy bien que en quienes se advierta que son de esta clase tengan facilidades y ayudas para aprender a vivir en sociedad. Pero hay otros con los que no hay nada que hacer, son los amantes de la impunidad, los que han optado por el mal. De estos hay que protegerse, hay que proteger a la sociedad. No se puede reinsertar a quien no quiere ser reinsertado. La cadena perpetua es una necesidad en este mundo en el que vivimos. Nos habría librado de muchos de los atentados de ETA. Y en la situación actual tampoco podrían ser motivo de cambalache para la supervivencia política del Felón.
Así que aquellos legisladores, queriéndoselas dar de buenos, hicieron mucho daño a la sociedad.
Con la cadena perpetua, el asesino de Lardero no habría tenido oportunidad de asesinar al niño. La cláusula ‘revisable’ en la cadena perpetua me parece una ñoñez. Se debe revisar sistemáticamente a todos los presos de forma profesional y en aquellos casos en que se detecte que merece la pena poner a prueba al recluso.
Aquellos legisladores ‘buenistas’ ayudaron a envilecer a la sociedad. Estamos asistiendo a homenajes a terroristas.
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