Nunca fue tan fácil considerarse buena persona como hoy en día. Basta con estar en contra de las corridas de toros, por su crueldad, para ello. Y, sin embargo, diría que la gente de hoy es más cruel que la finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando se llenaban las plazas, puesto que entonces el sectarismo -indicio claro de perversión- no había penetrado tanto en la sociedad.
Podemos, un partido amenazante -el miedo va a cambiar de bando-, -tic tac, tic tac-, obtuvo cinco millones de votos y de no ser por la torpeza de sus dirigentes habría sobrepasado, en las siguientes elecciones, al PSOE. En el País Vasco se homenajea a los terroristas y se ejerce violencia moral, igual que en Cataluña, para imponer la lengua vernácula.
Nunca he asistido a una corrida de toros, pero no por ello me creo mejor que toda esa pléyade de pintores, escultores, músicos, poetas, novelistas, ensayistas, filósofos subyugados por la Fiesta.
La entonces cosmopolita Barcelona llegó a tener tres plazas de toros y se llenaban las tres. En los medios había casi más espacio para las noticias taurinas que para las de fútbol. Había animadas tertulias en la calle de uno y de otro asunto.
Me gustaba leer las crónicas taurinas por la precisión en el lenguaje y los términos exactos que empleaban quienes se dedicaban a ella. Los de toros solían escribir mejor que los de fútbol, o quizá fuera que en este campo era más fácil el lucimiento. Escuchar a Matías Prats, padre, era un gozo, por el extenso vocabulario del que hacía gala. Cuando retransmitía un partido de fútbol era más pesado. Hubo un periodista apellidado Zavala al que daba gusto leer, porque además de hacerlo muy bien y demostrar que sabía mucho se le notaba que era muy buena persona. Hubo otros muy buenos, Vidal, Lorca… Hoy sigue haciendo unas crónicas grandiosas Andrés Amorós.
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