Fue Adolfo Suárez quien convirtió a España en una democracia. Lo hizo corriendo graves riesgos y con gran coste personal, que quizá le pasó factura al final de su vida. Defendió la democracia el 23-F, que otros, con su insensatez, habían puesto en peligro. Basta con fijarse en el gobierno que proponía el general Armada.
Pues a Adolfo Suárez, bajo cuyo mandato hubo más libertades que nunca hemos tenido, se le negaba la condición de demócrata.
En cambio, esa condición se le dio gratuitamente a Felipe González, que había renovado el PSOE convirtiéndolo en una Hermandad, en la que se reservó el papel de Monipodio. En ese partido el que se movía no salía en la foto. Desactivó a casi todos los medios y a los sindicatos mediante las subvenciones. Tuvo también bajo control a los jueces, al arrebatarle al CGPJ la independencia que tuvo en un principio, pero también hacía sentir a los jueces el poder que tenía el Estado, como pudieron comprobar Manuel García-Pelayo y Marino Barbero, que murieron de pena los dos.
Por medio de Polanco convirtió en orgánicos a la mayoría de los intelectuales, y a quienes osaban criticar con fundamento al felipismo, como hicieron Antonio García-Trevijano y Gabrial Albiac, El País les sacudía con un Editorial durísimo.
Felipe González nunca ha sido demócrata, hacía lo mismo que Pedro Sánchez, pero con más disimulo.
De la mezquindad con que reformó al PSOE dan fe Zapatero y Sánchez, esos dos esperpentos que jamás habrían podido llegar tan lejos si el partido hubiera tenido la nobleza de espíritu en el horizonte.
En su discurso en apoyo de Sánchez ha venido a demostrar que realmente es Monipodio. Ha dicho: «en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad». Lejos está de darse cuenta que en democracia rige el imperio de la ley y que un demócrata que se precie respeta al prójimo y a la verdad.
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